Ustedes que
son leídos recordarán aquello de que hubo un tiempo en que una ardilla podía
cruzar la península Ibérica saltando de árbol en árbol y sin tocar suelo. Esta
afirmación es muy socorrida para ejemplificar la desforestación a la que, con
siglos de por medio, que hasta para hacer el mal somos lentos, hemos sometido
los humanos a nuestro país y al vecino. Y yo que soy muy de entretenerme con
cualquier cosa que pase a la altura de mis ojos o por los alrededores de mi
cortex cerebral no puedo evitar cada vez que escucho esa afirmación perderme en
elucubraciones acerca de la razón por la cual ninguna ardilla iba a tener el
capricho de atravesar Iberia de árbol en árbol o, esto ya cuando me vengo arriba,
una vez atravesado el país a dónde y mediante qué medio de transporte se
encaminaba después de tamaña hazaña.
Como a ustedes
les alcanzará a imaginar, nunca he hallado respuesta a estos interrogantes pero
paso el rato la mar de entretenida. Sobre todo porque no suelo conformarme con
el ir y venir sobre los árboles de nuestra amiga la ardilla, no. A veces la
imagino saltando de capó en capó o de corrupto en corrupto, pongamos por caso.
¿Que por qué
les cuento todo esto? Porque me gusta compartir con ustedes mis inquietudes y
porque esta semana me he estado acordando mucho de la ardilla y se me ha
ocurrido que ahora que para viajar de punta a punta del país tendría que coger
un avión, un coche o un tren, en caso de que siga quedando alguno, bien
podíamos darle asilo en esta ciudad nuestra tan smart, tan invivible pero
insustituible (gracias Sabina) y tan llena de acontecimientos, jardines
recuperados (¿?), mundiales de vela y carpas. Sobre todo, de carpas.
Pues no iba a
estar feliz nuestra pequeña roedora ni nada cruzando la ciudad de carpa en
carpa. Bueno, toda la ciudad no, que soy un poco exagerada. Solo de Cuatro
Caminos al Palacio de Festivales. Y si se esmera, al igual que su antepasada,
sin tocar suelo, que no he visto yo un lugar en el mundo donde guste más una
carpa, oigan. A la que nos descuidamos, nos han plantado una carpita o cien
mil. Que esto más que una ciudad parece un circo de cien pistas.
Y no, ahora no
estoy exagerando. Piensen ustedes cuándo fue la última vez que han paseado por
el centro de Santander sin ver una sola carpa. Pero cuidado, no se hagan daño,
que van a tener que remontarse muchos años atrás.
Carpas para
cobijar la imaginería de Semana Santa; carpas para resguardar de la intemperie
a los carnavaleros; carpas para mostrar a la ciudadanía lo chuli que va a ser
visitar el subsuelo de la ciudad; carpas
como tiendas medievales; carpas a modo de bares; carpas para exhibir a la
Dolorosa; carpas para recorrer el mundo, comercialmente hablando; carpas para
los altos, para los bajos, para los rubios, para los morenos… carpas, carpas,
carpas.
Ahora les
dejo, que me están agarrando unas ganas de intentar una aventura empresarial
que no me conozco. Voy a ver si aún llego a tiempo, aunque mucho me temo que
no.
(Publicado en Gente en Cantabria el 5 de septiembre de 2014).
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