miércoles, 21 de abril de 2010

La música amansa a las fieras

Por muy fashion que una sea, tal como está la cosa, no le queda más remedio que trabajar para ganarse los Prada, los antirradicales libres y todas esas cositas imprescindibles para la vida. Y aunque esa misma una nació vaga por parte de padre y fue perfeccionando la técnica mirándose en el sabio espejo de Carmina Ordóñez, aquí me tenéis, laburando y penando.

Que pensaréis vosotros, almas cándidas, que mi pena tiene origen en situación tan poco cool como la de ajustarse a un horario y unos deberes mundanos… ¡error! que diría una amiga mía. Lo de mi pena es más grande que el mundo y trasciende las obligaciones laborales. Mi pena, penita, pena viene directamente de la calle. Y tiene forma de notas musicales. Veréis, os cuento.

La oficina donde transcurrían plácidamente mis días se ha visto obsequiada por una peatonalización de la céntrica calle donde está ubicada. Nos han quitado el tráfico, nos han puesto banquitos, recogida neumática de residuos, árboles … vamos, que nos la han dejado más bonita que un sanluís. Y para rematar la faena, por si habíamos tenido poco con los nueve meses de obras con sus inevitables ruidos sobrepasando la barrera del sonido, ahora que da gusto pasear se nos han instalado, eso sí, por riguroso turno diario, un trío de músicos ambulantes. Hasta ahí la cosa parece no sólo normal, si no de envidiar. ¡Ay, hijos míos! Otro craso error. Porque ambulantes son. Doblemente, de hecho. Por su itinerancia y sobre todo porque suenan casi tan ofensivamente como las sirenas con las que van equipadas las ambulancias. Ahora que lo pienso, lo mismo nos están avisando de algún peligro y es por ello. Yo qué sé. Lo que os decía, ambulantes sí que son. Sobre lo que tengo yo mis dudas es sobre lo de llamarles músicos. Ahí, mi educación en colegio de pago aún hace de barrera para aplicarles epítetos más adecuados a la par que malsonantes. Por compensar. Pero me temo que durará poco. La barrera, quiero decir.

El primero que apareció a taladrar mis tímpanos sin piedad ninguna fue el acordeonista (que, por cierto, está ahora mismo poniendo banda sonora a esta magnolia). Alguno le habrá visto por ahí porque el personaje recaló en Santander ahora hará un año. Si aún no habéis tenido la experiencia y os lo cruzáis, huid. A galope. Que además de tener un repertorio limitado (lleva desde las 9’30 horas con la misma tonadilla y esto lo escribo a las 11’18) es más pesado que una vaca en brazos. Dentro de un rato y si sigue el esquema habitual, abandonará la tonadilla, por cansancio, imagino que propio porque al ajeno es inasequible, y atacará (nunca mejor dicho) con La Lambada. Vale que el que sea la canción que más odio en esta galaxia es cosa mía, pero hora y media de lambada tocada al estilo mecagüendios, vamos, que si alguien intenta bailar eso le tienen que trasladar inmediatamente a Valdecilla a que le recoloquen la cadera, no ayuda al estado de mis nervios. Hoy, en vez del vermú, caldero de tila.

Al siguiente hijo de Euterpe, no he llegado a verle. Bastante he tenido con oirle. Este, repertorio sí que tenía. En concreto, Las cuatro estaciones de Vivaldi. Las cuatro. Ahí, una detrás de otra sin más solución de continuidad que las notas que se le escapan a trote cochinero detrás de algún animalillo del bosque. Porque una, que es un espíritu sensible, que quién me mandaría a mí, siempre que oye Las estaciones se imagina un bosque por el que transcurren placidamente dichos tiempos. Pues a tomar por el culo el mito. Ahora es pensar en Vivaldi y ver una desbandada animal propia de que venga Noe no con un arca si no con la quinta flota a socorrer al ecosistema. Pero él, ahí, gustándose, convencido de que la Sinfónica de Londres no podría nunca hacerle sombra.

Y el tercero en el turno, no por ello menos importante e insoportable, es un hijo del altiplano que toca la quena. Y mi moral. A dos manos. Mirad que a mí me gusta el sonido de la quena y la música andina, pues date por jodida marikim, que es que lo de este es una cosa impresionante. Tengo ya comentado con mis amigos que lo mismo es condición sine qua non la limitación de repertorio para que les permitan deleitarnos, pero hombre de dios, es que ocho horas del mismo carnavalito acaban con el santo Job tirándose del Faro de Cabo Mayor pa’bajo en pleno ataque de ansiedad. Claro que el día que intentó innovar casi fue peor. Que se arrancó por El cóndor pasa y menos mal que el animalico hizo honor y pasó de todo, porque no daba yo un euro porque saliera el músico vivo de la experiencia. Que si el cóndor hubiera sido solidario qué menos que agarrarlo y llevárselo hasta la cima del Acotango en volandas y ya, si eso, que vaya a escucharlo Edurne Pasabán.

Como veréis, queridos y estimadillas, mi vida no es fácil. Con esta fauna que me rodea tengo yo la cabeza como para pensar en gúrteles, Garzones y nubes de ceniza. Si me he unido a Twitter y ya me lo he cargado. Creo que ha sido por desconectar el cable rojo ese que había tirado en el suelo. Y mira que avisan en las películas, pues nada, que no estoy a lo que celebro. Voy a ver si lo conecto de nuevo.

¡Ay, Carmina, desfaenada, cuánto te echo de menos!