Hoy vengo con
el espíritu programado para la felicidad. Ya llegará el momento en que venga
alguien y lo estropee, pero mientras tanto, disfrutemos.
Esta semana no
les hablaré de miserias (a ver si soy capaz), ni de sinvergüenzas con mando en
plaza. Ni siquiera mencionaré otra carpa que no sea la de un circo, aunque
haberlas, haylas. Hoy esto va de fantasía, de ilusión. Como verán, me he
levantado más cursi que Barbara Cartland vestida de rosa chicle.
Antes
de que algún alma caritativa empiece a buscarme acomodo en un frenopático de
guardia, les aclararé que mi felicidad está causada por el premio que le han
concedido al hombre que dibujó mi infancia. La mía y la de tantos otros niños
de varias generaciones. Saber que a José Ramón Sánchez le habían concedido el
Premio Nacional de Ilustración y poner los rizos a recordar fue todo uno. Y
todo lo que he recordado ha sido fantástico.
Cuando
la televisión y el país todavía eran en blanco y negro descubrí, entre globos y
cometas, a un señor que dibujaba cosas maravillosas con un rotulador y que nos
hacía creer que hasta los sueños de los perros eran en tecnicolor.
Por
cierto, una pausa aquí: eso de que los perros sueñan en blanco y negro no sé si
está científicamente demostrado, que ninguno de mis perros de confianza me lo
ha confirmado, pero como estoy harta de leerlo y me venía bien para la cosa
literaria, pues allá que fue. Disculpen mi ignorancia, prometo informarme al
respecto.
Más
tarde, no recuerdo si con la televisión y el país cogiendo color o aún no, me enteré que ese tipo que hacía
que dibujar pareciera tan fácil, bendita inocencia, era paisano. ¡No me lo podía creer! Para mi
corta edad era todo un acontecimiento que alguien a quien admiraba tanto y
salía en televisión compartiera lugar de nacimiento conmigo. Un lugar, además,
de esos que no salía ni en los mapas del tiempo. Recuerdo que sentía yo un
orgullo casi de madre cuando le veía en la tele decorando con su rotulador un
desván lleno de fantasía.
De
la mano y los colores de José Ramón he conocido ‘1978, Una Constitución para el
pueblo’; viví ‘La gran aventura del cine’; di saltitos con ‘Nijinsky y los grandes ballets rusos’;
recorrí las apasionantes historias que estudiábamos con el ‘Senda’ de tercero
de EGB y hasta he visitado un lugar de La Mancha de cuyo nombre ni Cervantes ni
yo somos capaces de acordarnos.
Estas obras y todas las demás tienen la
facultad de ponerme de buen humor. No solo porque me devuelvan a la infancia,
que también son ganas de volver a recorrer lo recorrido, con lo que ha costado.
Es más por la recurrente sensación de felicidad y bondad que destilan. Vamos,
que me hacen sentir muy hippie.
El diablillo ese que todos tenemos mirando
lo que hacemos por encima del hombro izquierdo me está chinchando ahora mismo
con la cantinela de que sí, que muy tierno, bucólico y pastoril todo, pero que
no se me olvide que también dibujó los carteles electorales del PSOE en las
campañas de las Elecciones Generales de 1977 y 1979.
Pues eso. Lo que yo les estaba diciendo.
(Publicado en Gente en Cantabria el 3 de octubre de 2014).
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