Qué jodido
está el mundo cuando un ser humano es capaz de entrar en barrena, o sea,
indignarse hasta la saciedad y sacar lo peor de sí mismo, cuando es testigo de
una manifestación de cariño entre dos personas del mismo sexo.
¿Pensaban
ustedes, queridísimos e inteligentes amigos míos, que estas cosas ya no pasaban?
Yo también. Pero claro, también pensé que el Estado de Bienestar había venido
para quedarse y ya ven.
Que miren que
son ganas de agarrarse un cabreo por un beso habiendo motivos más cualificados
como tales si uno es de natural violento. Sanguíneo le decían antes. Pero es
que a mí la imagen mental que me provoca me da un poquito de grima. Qué
quieren, una es tirando a basta, pero tiene su corazoncito.
Hale, querida,
vuelve de los Cerros de Úbeda que no está el tiempo para excursiones.
Lo que les
decía, que ya son ganas de pasar uno un mal rato y, sobre todo, de hacérselo
pasar a los demás, así, de gratis. Porque, oigan, yo entiendo que se ponga uno
como una hidra con cefalea si presencia las penurias de otro ser humano. O, qué
les digo yo, con la imagen de las víctimas de un atentado, de una persona
abusando de otra, del cartel de la alegre muchachada en las pasadas elecciones,
que tantas ‘alegrías’ nos está proporcionando, de Mickey Rourke comiendo un
limón… yo qué sé… de las cosas feas de la vida. ¿Pero descompensarse los biorritmos
por una expresión de amor?
Pues sí. Hay
energúmenos que prefieren ver, incluso que prefieren que las vean sus hijos, imágenes de cualquier forma de violencia a que
vean imágenes de cualquier forma de amor. De hecho, seguramente, aunque esto
pertenece ya a mi particular cabreo, también prefieren que los suyos ejerzan la
primera a según qué forma de lo segundo.
Seguramente no
saben a cuento de qué viene toda esta disertación que les estoy largando
abusando de la santa paciencia que me tienen. Pues viene a cuento de un hecho
que sucedió este mismo domingo en Madrid y del que me he enterado gracias a las
redes sociales, esa inmensa y maravillosa corrala, donde uno de sus protagonistas,
Gabi, lo ha contado.
Cuenta Gabi
que el domingo, mientras comía con un amigo en un restaurante madrileño, un
padre de familia, presente esta, les montó un ‘dos de mayo’ en pleno día 19 cuando
ellos decidieron demostrar su mutuo cariño con un beso. Que imagino yo que no
montaran una escena digna de la codificación de Canal +.
Relata la
serie de improperios que protagonizaron el ‘escrache’ del semoviente biempensante.
A dónde llegarían los rebuznos, que los muchachos, avergonzados y pretendiendo
que nadie de los allí presentes aguantara ni un minuto más el ‘chorreo’ de la
acémila, decidieron abandonar el establecimiento.
Lo bueno es
que, aunque esto no es un cuento sino un hecho real, tiene final feliz, al
menos para Gabi y su amigo. Fueron los
propios camareros y el resto de clientes del local quienes les impidieron que
se movieran del sitio y dejaron claro quién se tenía que ir. Hay momentos en
los días en que recupero mi fe en el ser humano, en general, y en el que tiene
alguna neurona más de las necesarias para no cagarse en los desfiles, en
particular.
Pero después de
ese momento de euforia, digno del final de ‘Sonrisas y Lágrimas’, recuerdo la
realidad en la que vivimos. Una realidad que se compone de infinitos matices y
de un ingente número de personas que no los entienden, y que tampoco comprenden
que no es necesario entender nada, simplemente respetarlo. Pues tampoco.
Y no me veo yo
ahora mismo lo suficientemente didáctica para con esa gente. En este momento lo
que me pide el cuerpo es desasnarles a base de hostias con la mano abierta, que
ni que la cierre merecen.
Pero quédense
tranquilos, amigos, no tendrán que llevarme tabaco a la trena. No lo haré. Nos
respeto tanto a todos que me comeré las ganas, aunque se me indigesten.
Por quienes sí
lo siento es por los vástagos del energúmeno. Entre el ejemplo familiar y lo
que les deparará la ‘nueva’ educación nacional católica que se nos viene
encima, solo les deseo que les pille confesados.
Qué cosas
tengo. Pobres. Eso será lo fácil.
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