sábado, 4 de abril de 2009

Fragilidad

Cuanto más miro a mi alrededor más superada me siento por la fragilidad. Me refiero a la fragilidad como concepto. Se supone que alguien frágil es a quien todos consideramos débil, quebradizo, que con facilidad se hace pedazos, esa persona a la que todos, ataque empático en ristre, corremos a proteger. Pues o el Diccionario de la R.A.E. ha entrado de lleno en el cambio climático o estoy rodeada de hijos de puta. En mi caso, de género femenino, mayormente.

Vengo observando de un tiempo a esta parte que estas personas, como las cucarachas, están cerca de dominar el mundo. Sólo que no tienen intención de esperar al estallido nuclear. Lo suyo está ya en marcha y sólo queda esperar que nos pille confesados.

Allá donde se posa mi atención me encuentro con algún espécimen haciendo de las suyas. Son fácilmente reconocibles. Suelen tener ese aspecto de no haber roto un plato en su vida y que ésta, como buena puta que es, les devuelve el favor tratándoles a patadas. Viven en una continua queja, en un eterno ay. Tienen esa expresión angelical que se te atraganta al rato de hablar con ellos y que, dos horas más tarde te está produciendo una úlcera que a no mucho tardar se volverá sangrante a poca sangre que tengan tus venas.

Todo eso no es más que una máscara. Detrás de esos ojos anegados en lágrimas que nunca salen más allá de las pestañas de sus párpados inferiores, se oculta una determinación férrea. Algo tienen entre ceja y ceja y no dudéis en que no pararán hasta conseguirlo. Caiga quien caiga. Y quien suele caer somos los gilipollas que tenemos aspecto de comernos el mundo, aunque no sea ni haya sido nunca nuestra intención.

Sus dramas, problemas o uñeros siempre son trágicos y tú, estimado lector, tienes obligación no sólo de prestarles toda tu atención, si no que tienes el inexcusable deber de solucionarlos, por la cuenta que te trae si no quieres que tu entorno sepa que el lugar de tu corazón lo ocupa un bloque de hielo del tamaño de la Antártida. Que ahora me explico yo lo de mi capacidad torácica, mira. Que no es que estos individuos gusten de hablar mal de los demás, no, por dios. Pero no pueden evitar comentar, desde el cariño eso sí, lo fácil que tú lo tienes, con ese carácter, y lo poquito sensible que te muestras con sus cuitas. Con lo cual, inmediatamente, tienen entregado a todo aquel que se halle en ese momento en su área de influencia, no vaya a ser que el siguiente en caerle semejante chorreo sea uno mismo. Y ya está montado el lío y la camarilla.

A partir de ahí, su maquiavélico plan consiste en ir añadiendo círculos concéntricos de afectos y piedades que manejar a golpe de pestaña y mohín, de tragedia griega y épica de vecindona. Al cabo de un tiempo, verás, paciente amigo, como tu sinceridad se ha convertido en mala hostia, tu buen humor en cinismo y tu grupo de amigos de toda la vida en doce hombres sin piedad. Y la cucaracha en la reina del Chantecler.

¡Fuera complejos!

¿Sabéis aquello que dice que no hay mal que por bien no venga? Pues como soy de las que cree que ese dicho es absolutamente cierto y también estoy abonada al de que el que no se consuela es porque no quiere, cuando el otro día mi fusa particular me dio la idea de ver las minusvalías desde la vertiente de sacarlas provecho, no diré (porque mentiría, más que nada) que me puse a ello inmediatamente, pero sí que me pareció estupendo y, bueno, en eso estoy.

Si las revistas llamadas “de mujeres” tienen la costumbre de publicar el inefable articulillo de autoayuda en diez pasos básicos, digo yo que este blog no va a ser menos, aunque no creo ser capaz de llegar hasta el décimo paso sin aburriros y, sobre todo, sin cansarme. Es que yo camino muy deprisa.
Lo primero que se me ocurre es que nos echemos un vistazo con ojo crítico, el acomodaticio lo dejamos para luego que nos va a hacer falta, y descubramos los defectos que inmediatamente convertiremos en virtudes. Veréis que fácil. Una vez descubierto ese defecto que seguro que tenemos, no mintáis que nos conocemos todos, la cosa consiste en sacarle el mejor partido posible y, por supuesto, convencer al resto del mundo mundial que lo nuestro no es una tara de fábrica sino un regalo de los dioses que el día que nacimos nacieron todas las flores... no, eso no era aquí, a ver que me pierdo... ¡ah si! que el día que nacimos estaban de un humor raro.
Que nuestro problema es una cojera de esas que nos hacen parecer el Titanic justo después de chocar con el iceberg y a punto de mandar al DiCaprio a las profundidades marinas matarile rile ron, nada de ponernos espantosos zapatos con tacones desiguales e imposibles. No señor. Luzcámosla orgullosos. La solución es tremendamente sencilla aunque requiere de cierta habilidad. Lo primero es un rotundo cambio de vestuario. Se imponen los pantalones de cintura baja, bien anchos y largos, una camiseta a ser posible de marca deportiva y una cazadora informal. Si esto lo acompañamos con un pañuelo en la cabeza ellas o una visera o sombrero ellos, ya sólo nos queda distraer la cadena de un water y colgárnosla al cuello. Fase look, conseguida. Después, y una vez vestidos de lagarterana, arquearemos la cintura hacia el lado del que cojeemos, despegaremos los brazos del cuerpo e imprimiremos a las manos un movimiento similar al de ir tirando dinero al paso del respetable. Si a todo esto le añadimos un “¡Wasaaaaaaaaaa!” de vez en cuando, estaremos perfectamente preparados para unas vacaciones en Harlem y lo que es más importante, con semejante pinta nadie se fijara en nuestra cojera. Os lo puedo asegurar.
¿Lo que no nos deja dormir a pierna suelta, es un decir, es una sordera galopante o simplemente trotadora que hace que parezcamos mayormente idiotas, todo el día preguntando “qué dices”? No hay problema. Simplemente, démosle la vuelta. ¡Quieeeeetos! No quería decir ni que hicierais el pino con las orejas ni que os pongáis de espalda. Bastante indiferentes parecemos ya como para empeorar las cosas con posturitas. Eso dejadlo para mejor momento. Me refería a que dierais la vuelta a la situación. Cuando nuestro interlocutor tenga esa molesta manía de hablarle al cuello de su camisa (que cualquier día le va a contestar airadamente), no desesperemos. Pongamos cara de muchísimo interés, algo así como si nos estuviera contando la fórmula de la Coca-Cola, el secreto de Bill Gates para hacerse millonario o la solución para hacer mamadas sin que los ojos se aneguen y venga una arcada a mandarnos al otro barrio. Hagámoslo (lo de poner cara de interés, la mamada en otro rato que os estoy hablando, leches) a la vez que intentamos leer en sus labios qué coño está diciendo. Aquí tampoco hace falta que pongamos mucho interés, no sea que nos vayamos a enterar de algo y tampoco es eso. La cosa consiste en que la persona que tenemos enfrente piense que la estamos escuchando, no que nos enteremos de cual es su secreto para que la pasta no se pegue al fondo de la cazuela o cuantas veces ha vomitado su niño esta semana. Francamente, bastante tenemos con nuestra sordera como para asimilar tanta información inútil. Os garantizo que dejareis de ser el teniente O’Conell y pasareis a figurar en el podium de personas interesantes que saben escuchar a los demás. ¿Paradojas? Segunda puerta a la izquierda. Ponedlo en práctica y ya me contareis los resultados. Eso sí, en voz baja, que a mí, francamente, me importa un pimiento vuestra vida.
¿Qué sois miopes? ¿Y os quejáis por eso? Animalitos, no sabéis lo que tenéis. En primer lugar, eso no es un defecto, es una suerte. Sí, sí, suerte. En vez de tener que ver las cosas que hay en el mundo, os las podéis imaginar a vuestro gusto. Eso sí, claro, si dejáis en casa esas malditas gafas que además de haberos costado un riñón no os favorecen nada y programáis el espíritu positivamente. Imaginaros. Nunca más tendréis que soportar esa desagradable sensación de que el pelo que tiene en la barbilla la señora portera os apunta presto al ataque. Simplemente no lo veréis. Ni el terrible grano purulento que luce con orgullo el vecino del quinto y que os revuelve las tripas cada mañana en el ascensor sin necesidad de momento all-bran siquiera. Con este sencillo consejo vuestra vida social será un jolgorio. Never in the live volveréis a sentiros idiotas por asistir a una cita a ciegas (he dicho segunda puerta a la izquierda) con alguien de Internet sin previamente haber requerido documento gráfico que atestigüe su pertenencia al género humano y no al simio. Además, ¿os habéis fijado en la mirada tan penetrante, interesante y fascinadora de Marilyn? Miope como una tapia. Como una tapia, si ¿o es que en vuestro pueblo las tapias tienen vista de águila? Pues eso.
Y por hoy ya está bien, amados, estimadillas y demás géneros. Mis tardes escuchando a la señorita Francis no dan para más que lo expuesto y un par de preguntas sobre la extraña relación entre las hormonas, las preferencias sexuales, la nuez de Adán y la crema de plumas de cisne. Pero creo que hoy no viene al caso. Si eso, otro día.

Cuestión de identidad

Andaba yo ayer perdida en los recovecos de mi mismidad, intentando reponerme del último tatuaje de la Winehouse, cuando di un espectacular giro de 180 grados, pirueta incluida, y esquivando las trascendentales noticias mundanas me ensimismé en el apasionante tema de la elección del nick. La culpa la tuvieron mis maris, el triángulo de las Bermudas foril, unas risas telefónicas y..... bueno, sería largo de explicar.

La cuestión es que de aquellas risas vienen estas disquisiciones. Digo yo que elegir un nick no es una cosa que deba hacerse a la ligera ya que va a ser nuestra carta de presentación en esta sociedad. Es casi tan importante como elegir nombre para un hijo y últimamente requiere tantos trámites como esto. Uno no va al registro civil con la idea de ponerle a su retoño un nombre feo, malsonante o que rebaje su dignidad. Bueno, si excluimos a los padres de los Usnavys, Bin Landens o Rodolfos.

Uno va al registro con la idea, después de haber asesinado a los parientes políticos con alta graduación de mala leche en sangre, de ponerle al lactante un nombre hermoso, importante, que el día de mañana le abra puertas y le ayude a ir por la vida con la cabeza bien alta. Un nombre que enamore, que haga de él o ella alguien a quien apetece conocer, con quien apetezca charlar, en quien se pueda confiar. En principio, esa es la idea. Luego sucumbes al Jose Mari, “que así se llamaba papá y me hace ilusión”, o al Pilarín, “como la tía segunda de mamá, esa que está forrada y así a lo mejor....”, pero eso es otra historia.

Total, que la criatura si quiere realmente desarrollar toda su personalidad sin las cortapisas que la poca imaginación de su madre y el calzonazos de su padre le han dejado en herencia, solo tiene la oportunidad de elegir un buen nick, adentrarse en un foro y que sea lo que dios quiera. Y claro, aquí es cuando se presenta el meollo de la cuestión. ¿En qué tienen su mente ocupada algunas personas cuando eligen su nick? Porque, francamente, para una vez que se les da una segunda oportunidad en esta vida no entiendo como pueden desaprovecharla de tamaña manera.

De todo hay en la viña de Internet. Nicks provocadores que invitan a considerar la posibilidad de la patada cibernética en el cielo de la boca a su dueño, el cual cuando se expresa confirma que la existencia de tacos en las botas de fútbol tienen más razón de ser que la mera sujeción al césped del campo; nicks llorones, marca Calimero, que piden a gritos un tratamiento con Prozac o en su defecto una inversión importante en kleenex; nicks mal encarados o geniudos que les preguntas la hora y te sueltan aquello de “¡pues anda que tú!”; nicks impertinentes que nunca saben de qué carajo se habla, de qué va este hilo y se pasan la vida buscando a su media naranja en las inmediaciones de su lugar de residencia, que es una lástima no sea Sebastopol. También hay nicks sugerentes, fundamentalmente de las intenciones de su propietario o propietaria para con el sexo opuesto, rara vez comprendidas y compartidas por éste; nicks imposibles, nicks deprimentes, nicks gansteriles, piratas, aburridos, soeces.... nicks, nicks, nicks.

Pero gracias al cielo, también existen los nicks amables, siempre dispuestos a echar una mano, informar, hacer un café, aguantar estóicamente un rollo no precisamente primaveral y todo ello con una sonrisa más emotiva que emoticona; nicks graciosos, que alegran cualquier mañana o tarde (si es por la noche ya pasan a la calidad de santos y eso pertenece a otro negociado), que dan lugar a bromas y saben aceptarlas porque eligieron en esta vida paralela, o para lelos, el oficio de payaso y su maquillaje de colores es sinónimo de alegría; nicks cultos, que son agasajados con el diccionario de la R.A.E. para poder acallar las lenguas de doble filo o con un tomo especial de la última enciclopedia especializada en fronteras mundiales; nicks discretos, que morirían antes de someter al personal a ningún tipo de encuesta aunque ello les lleve a parecer desinteresados; nicks buenos, cuyos deseos para con los demás no siempre son realizables pero, qué coño, animan el día. Y nicks pacientes, de una paciencia cuasi infinita, una sonrisa cuasi eterna y, por supuesto, una tarifa plana.

Está visto, hay de todo y para todos. Y ya sabéis, cuidado al elegir el nick, el nombre del retoño y la talla de ropa interior. Y como tanto le gusta decir a mi mari... ¡Tanto Luchi, tanto Luchi, y se llamaba Luciana!

Preparativos

Aquí se encontraba servidora, más contenta que unas pascuas floridas, página word en blanco y teclado en ristre dispuesta a iniciar su andadura literaria por este blog cuando, hete aquí, que me di cuenta que no tengo todos los elementos indispensables para ejercer esta gloriosa carrera de columnista.

Porque claro, las cosas no se pueden hacer a la ligera, aquí te encargo un espacio semanal, aquí te lo escribo. De eso nada. Todo requiere su preparación. Así pues, me apeé de mi pascua florida y me puse a meditar sobre lo que es imprescindible para esta tarea.

Y fijándome, fijándome, que yo me fijo mucho, me di cuenta que lo primero que debe de hacer falta para entrar por la Puerta del Príncipe del paraíso de los columnistas ha de ser alguien a quien dirigir el susodicho derrame de letras. Y digo esto, porque casi todos los que son alguien tienen un alma cándida que se arma de paciencia y se presta a ser musa y fusa de tanta idea que anda suelta por ahí.

Así pues me dije, que yo me digo mucho, es lo que tengo, que me digo... me dije, decía, “nena, a buscarte un alma cándida”. Y así se me han pasado dos semanas como dos soles, busca que te busca. Que se me estaba poniendo cara ya de Indiana Jones. Porque claro, una no es, aún, una Elvira Lindo que tenga un santo que llevarse a la tecla del ordenador, ni a ningún otro sitio, que todo hay que decirlo. Ni un Eduardo Mendicutti, con una Susi descarada y ordinaria que le airee a una los armarios hasta el día en que se decide a dejarlos abiertos de por vida. Ni siquiera tengo un Pepe Carvalho, que de lo malo, malo, lo mismo te sirve para contarle tus penas que para que te prepare una caldereta de marisco. Eso sí, siempre y cuando no le dejes la biblioteca al alcance de la chimenea.

Y hete aquí otra vez que de repente di con la solución, que como siempre, estaba al alcance de la vista. ¿Pues no tengo yo una mari estupenda que me entiende divinamente? Es más ¿no tengo acaso una colección de maris bárbaras todas ellas (¡ojito! bárbaras de buenas, entiéndaseme, que sólo son brutitas en caso de extrema necesidad)? Si es que soy afortunada, a falta de un alma cándida, tengo varias. Me río yo de los pobres que se tienen que conformar con una.

Pues nada, que creo que ya lo tengo todo para poder iniciar mi viaje hacia el Pulitzer. Lo malo es que después de tanta búsqueda y tanto estrujarme las meninges se me han quedado achatadas por los polos y claro las musas han pasao de mí y se han tomado las consabidas vacaciones a las que tienen derecho por convenio y porque tienen mucha cara. Así que creo que dejaré el apasionante tema del que quería hablar hoy aquí para otra ocasión. Eso es, lo dejaré para cuando vengan mis maris.