viernes, 11 de septiembre de 2015

El complejo de Penélope o el arte de la espera

A mí, Íñigo de la Serna me da mucha pereza. Se lo digo en serio. Pero pereza de desencajarme la mandíbula a bostezos, miren qué les digo.

Y no se piensen que se lo cuento, así, en plan declaración de principios, que no. Es un mero pensamiento que me ha asaltado muchas veces desde que sé de su existencia. Da igual dónde esté o lo que me encuentre haciendo, de repente, ¡zas! ahí está, inmisericorde. ¡Qué pereza me da este hombre! Y, claro, me preocupo.

Que la preocupación no es por la poca oportunidad que suele tener el alcalde en aparecérseme en formato bidimensional, a eso estoy acostumbrada, es porque desconozco la razón por la que me produce tanta pereza que la tengo cotizando en bolsa. Al alza.

Porque a estar en lados diametralmente opuestos de la realidad ya estoy acostumbrada, así que eso no puede ser.

Estoy pensando que lo mismo es producto del contagio, como lo del alzehimer, que acaban de descubrir que se puede transmitir durante ciertos procedimientos médicos por la contaminación de instrumentos quirúrgicos con una proteina puñetera. A ver si esto de mi pereza va a ser lo mismo.

Claro que yo soy más de la teoría ‘del espejo’. Creo que me limito a reflejar la actitud que veo. Y no me digan que este hombre no parece estar permanentemente agotado. Si no, a ver de qué se va a pasar la vida sentado y esperando. Fíjense que hasta  Penélope está pensando cobrarle derechos de imagen.

Porque, oigan, lo de nuestro alcalde y las esperas es digno de un monográfico en los anales de AENA. Nadie ha esperado tanto ni tan bien como él. Con qué empaque toma acomodo, se escuda en elaboradísimas excusas  y mira al horizonte mientras teje y desteje, teje y desteje discursos con los que quedar como un pincel cuando vengan las hordas rojas a pedirle explicaciones de lo suyo. Lo de los discursos y el pincel tiene que trabajarlo un poco más, pero,  para un esfuerzo que hace,  tampoco voy a llenárselo de matices.

Ahora, como la preocupación, dicen, va por barrios, como esos que tiene abandonados a su suerte, además de darme pereza me tiene preocupada. Ya ven, soy todo corazón. Porque tanto tiempo de espera no puede ser bueno. Sobre todo si espera sentado, como los refugiados sirios su determinación a prestarles socorro; o como Amparo y su familia, su decisión de proveerla de una vivienda; o los ciudadanos que necesitan de un servicio de mediación en el que responde un funcionario para aclarar que, meses más tarde de su anunciada puesta en marcha, no hay nadie para atenderlo. Esperen, que no. Que ninguo de ellos esperaba precisamente sentado. Mejor, porque estar mucho tiempo sentado produce celulitis. O síndrome de la clase turista y no vean qué follón, con lo que viaja este hombre. Lo bueno es que no será fácil que padezca el síndrome del escaparate, disgusto que se ahorra, que no está lo suyo con los comerciantes como para pararse a descansar delante del expositor de una tienda en Santander si no quiere que le saquen coplas.

Mientras descubro las causas de mi mal, y De la Serna agarra su bolso de piel marrón, una pista les doy a los investigadores de la Universidad de Wisconsin, el complejo de Penélope que sufre esta criatura puede ser que se transmita vía partido. Mariano Rajoy es igual.

(Publicado en Gente en Cantabria el 11 de septiembre de 2015).

viernes, 4 de septiembre de 2015

Un fantasma (obsceno) recorre (nuestra) Europa

Este verano un fantasma ha recorrido Europa del uno al otro confín, como si lo hubiera previsto el vigía del bajel de nombre Pirata. Un ectoplasma aterrador, de esos de dar mucho miedo por lo feo e inconveniente. Claro que no ha conocido nunca una un fantasma con el sentido de la oportunidad desarrollado. Ni siquiera he conocido uno inoportuno, también es verdad. Qué vida más aburrida la mía, también les digo.

Tengo dudas acerca de cómo llamar al espíritu errante del que les hablo porque hay ciertas horas restringidas para el uso de palabras malsonantes, y al precio que se están poniendo las sanciones mucha letra tendría que ir juntando para hacer frente al puro gubernativo.

Hemos pasado el verano en un ¡ay! continuo. El merecido descanso vacacional del probo trabajador, y el de algún que otro no tan probo ciudadano, disculpe por las molestias, se ha visto interrumpido con machacona constancia por las noticias sobre personas que han muerto por docenas, cientos, escapando de la miseria, la represión, la guerra.

Nos hemos echado las manos a la cabeza, escandalizados ante las imágenes de cuerpos  inertes hacinados en bodegas de barcos, en  cámaras frigoríficas de camiones, en los que pretendían acercarse a un destino que suponían más benévolo con su existencia que el país del que escapaban, el cual, de una u otra manera, había puesto precio a sus cabezas.

Hay quien, incluso, ha derramado alguna lágrima, sentida,  no me cabe duda, al ir sumando muertos al despróposito de miles de seres humanos poniendo en riesgo su triste existencia a lomos de barcos con parecida consistencia que aquellos de papel que aprendíamos a hacer cuando aún éramos inocentes. Hace tiempo que dejamos de serlo.

Día tras día, hora tras hora, se han sucedido las noticias, las reacciones,  los dimes y diretes, con tan triste insistencia que hemos sentido la necesidad de desempolvar manidas expresiones que teníamos arrinconadas para hacer uso de ellas en los momentos en que no había nada mejor con lo que rellenar un espacio informativo o tirárselas a la cara al ‘desfaenao’ de turno.

El drama,  la tragedia, el problema, la crisis. Cualquiera de estas palabras, invariablemente seguida por las coletillas “de la inmigración” o “de los refugiados”, dependiendo de qué clase de muerte les esperaba en origen,  nos ha servido como elemento unificador de tanta desdicha.  Y de cadena al fantasma.

Tras cualquiera de estas bienintencionadas expresiones se agazapa nuestra conciencia de la realidad.

El drama de los inmigrantes,  la crisis de los refugiados, el problema de la inmigración en Europa... no son más que eufemismos prendidos de nuestro ombligo. El problema no es nuestro. No lo tenemos nosotros. El problema lo tienen ellos, el drama es el suyo, la tragedia es a la que se enfrentan y de la que huyen para morir en la orilla, nunca mejor dicho, de un supuesto mundo mejor que tampoco les quiere porque son un inconveniente. Demasiada gente, demasiado diferentes. Quizá por eso vendemos armas a sus gobiernos o recortamos ayudas al desarrollo. Quizá sea simplemente que somos una banda de prósperos y civilizados hijos de puta. Es posible.

(Publicado en Gente en Cantabria el 4 de septiembre de 2015).