sábado, 4 de abril de 2009

¡Fuera complejos!

¿Sabéis aquello que dice que no hay mal que por bien no venga? Pues como soy de las que cree que ese dicho es absolutamente cierto y también estoy abonada al de que el que no se consuela es porque no quiere, cuando el otro día mi fusa particular me dio la idea de ver las minusvalías desde la vertiente de sacarlas provecho, no diré (porque mentiría, más que nada) que me puse a ello inmediatamente, pero sí que me pareció estupendo y, bueno, en eso estoy.

Si las revistas llamadas “de mujeres” tienen la costumbre de publicar el inefable articulillo de autoayuda en diez pasos básicos, digo yo que este blog no va a ser menos, aunque no creo ser capaz de llegar hasta el décimo paso sin aburriros y, sobre todo, sin cansarme. Es que yo camino muy deprisa.
Lo primero que se me ocurre es que nos echemos un vistazo con ojo crítico, el acomodaticio lo dejamos para luego que nos va a hacer falta, y descubramos los defectos que inmediatamente convertiremos en virtudes. Veréis que fácil. Una vez descubierto ese defecto que seguro que tenemos, no mintáis que nos conocemos todos, la cosa consiste en sacarle el mejor partido posible y, por supuesto, convencer al resto del mundo mundial que lo nuestro no es una tara de fábrica sino un regalo de los dioses que el día que nacimos nacieron todas las flores... no, eso no era aquí, a ver que me pierdo... ¡ah si! que el día que nacimos estaban de un humor raro.
Que nuestro problema es una cojera de esas que nos hacen parecer el Titanic justo después de chocar con el iceberg y a punto de mandar al DiCaprio a las profundidades marinas matarile rile ron, nada de ponernos espantosos zapatos con tacones desiguales e imposibles. No señor. Luzcámosla orgullosos. La solución es tremendamente sencilla aunque requiere de cierta habilidad. Lo primero es un rotundo cambio de vestuario. Se imponen los pantalones de cintura baja, bien anchos y largos, una camiseta a ser posible de marca deportiva y una cazadora informal. Si esto lo acompañamos con un pañuelo en la cabeza ellas o una visera o sombrero ellos, ya sólo nos queda distraer la cadena de un water y colgárnosla al cuello. Fase look, conseguida. Después, y una vez vestidos de lagarterana, arquearemos la cintura hacia el lado del que cojeemos, despegaremos los brazos del cuerpo e imprimiremos a las manos un movimiento similar al de ir tirando dinero al paso del respetable. Si a todo esto le añadimos un “¡Wasaaaaaaaaaa!” de vez en cuando, estaremos perfectamente preparados para unas vacaciones en Harlem y lo que es más importante, con semejante pinta nadie se fijara en nuestra cojera. Os lo puedo asegurar.
¿Lo que no nos deja dormir a pierna suelta, es un decir, es una sordera galopante o simplemente trotadora que hace que parezcamos mayormente idiotas, todo el día preguntando “qué dices”? No hay problema. Simplemente, démosle la vuelta. ¡Quieeeeetos! No quería decir ni que hicierais el pino con las orejas ni que os pongáis de espalda. Bastante indiferentes parecemos ya como para empeorar las cosas con posturitas. Eso dejadlo para mejor momento. Me refería a que dierais la vuelta a la situación. Cuando nuestro interlocutor tenga esa molesta manía de hablarle al cuello de su camisa (que cualquier día le va a contestar airadamente), no desesperemos. Pongamos cara de muchísimo interés, algo así como si nos estuviera contando la fórmula de la Coca-Cola, el secreto de Bill Gates para hacerse millonario o la solución para hacer mamadas sin que los ojos se aneguen y venga una arcada a mandarnos al otro barrio. Hagámoslo (lo de poner cara de interés, la mamada en otro rato que os estoy hablando, leches) a la vez que intentamos leer en sus labios qué coño está diciendo. Aquí tampoco hace falta que pongamos mucho interés, no sea que nos vayamos a enterar de algo y tampoco es eso. La cosa consiste en que la persona que tenemos enfrente piense que la estamos escuchando, no que nos enteremos de cual es su secreto para que la pasta no se pegue al fondo de la cazuela o cuantas veces ha vomitado su niño esta semana. Francamente, bastante tenemos con nuestra sordera como para asimilar tanta información inútil. Os garantizo que dejareis de ser el teniente O’Conell y pasareis a figurar en el podium de personas interesantes que saben escuchar a los demás. ¿Paradojas? Segunda puerta a la izquierda. Ponedlo en práctica y ya me contareis los resultados. Eso sí, en voz baja, que a mí, francamente, me importa un pimiento vuestra vida.
¿Qué sois miopes? ¿Y os quejáis por eso? Animalitos, no sabéis lo que tenéis. En primer lugar, eso no es un defecto, es una suerte. Sí, sí, suerte. En vez de tener que ver las cosas que hay en el mundo, os las podéis imaginar a vuestro gusto. Eso sí, claro, si dejáis en casa esas malditas gafas que además de haberos costado un riñón no os favorecen nada y programáis el espíritu positivamente. Imaginaros. Nunca más tendréis que soportar esa desagradable sensación de que el pelo que tiene en la barbilla la señora portera os apunta presto al ataque. Simplemente no lo veréis. Ni el terrible grano purulento que luce con orgullo el vecino del quinto y que os revuelve las tripas cada mañana en el ascensor sin necesidad de momento all-bran siquiera. Con este sencillo consejo vuestra vida social será un jolgorio. Never in the live volveréis a sentiros idiotas por asistir a una cita a ciegas (he dicho segunda puerta a la izquierda) con alguien de Internet sin previamente haber requerido documento gráfico que atestigüe su pertenencia al género humano y no al simio. Además, ¿os habéis fijado en la mirada tan penetrante, interesante y fascinadora de Marilyn? Miope como una tapia. Como una tapia, si ¿o es que en vuestro pueblo las tapias tienen vista de águila? Pues eso.
Y por hoy ya está bien, amados, estimadillas y demás géneros. Mis tardes escuchando a la señorita Francis no dan para más que lo expuesto y un par de preguntas sobre la extraña relación entre las hormonas, las preferencias sexuales, la nuez de Adán y la crema de plumas de cisne. Pero creo que hoy no viene al caso. Si eso, otro día.

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