viernes, 17 de abril de 2015

Ahora



Hay palabras modestas a las que no otorgamos demasiada importancia más allá de su función aclaratoria, que guardan entre sus letras el secreto del auténtico poder.  Son palabras con apariencia común, que casi cualquiera es capaz de escribir correctamente y cuyo uso supone tan escaso reto que apenas reparamos en ellas pero que realmente esconden un súper héroe sin calzón por encima de los leotardos, ni cabina telefónica, ni gafas de pasta con las que disfrazarse, aunque capaces de transformar la amabilidad informativa en fuerza capaz de insuflar ironía a un titular o poner el mundo a girar en el sentido contrario a las agujas del reloj, modificando el tiempo, ese puta del que ya Einstein nos dijo que era de lo más relativo.

Estoy segura de que ustedes, como yo, usan  la palabra ‘ahora’ al buen tuntún, sin reparar en su importancia, casi con desgana. Incluso, cuando la escriben, notan esa punzadita, apenas perceptible, del desdén que producen las palabras que necesitan de una hache intercalada para ser alguien.

Pero no se llamen a engaño, queridos, ‘ahora’ es un arma poderosa, casi de destrucción masiva. No solo tiene la capacidad de concretar el momento en que algo sucede, sino que si la dejan a su libre albedrío en un titular, pongamos por caso, aportará a este una dosis extra de información y nos dará la medida exacta de la mala leche en sangre del autor del mismo. 

‘Ahora’ puede sustituir alegremente a ‘en campaña electoral’; usada con pericia puede evitar tener que adjuntar añadidos del tipo ‘que no antes’, incluso es capaz de aportar sin que se note, apenas lo justo, la opinión del autor acerca de la oportunidad de un hecho. 

‘Ahora’ es una súper palabra de la que yo soy súper fan.


(Publicado en Gente en Cantabria el 17 de abril de 2015).

lunes, 13 de abril de 2015

Orgullo y perjuicios



Me encanta este país. Me gusta hasta cuando llueve. Lo adoro incluso cuando una afronta la llegada de la primavera ocultando unas incipientes branquias bajo un pañuelo adquirido en unos grandes almacenes que son los únicos que se enfrentan con un par al cambio climático y siguen teniendo cuatro estaciones con fecha fija e inamovible en el calendario.

Me rechifla este país que sigue llamándose España y que yo no sé para cuándo vamos a dejar la tan anunciada tarea de romperlo, que va siendo ya una hora y se nos hace tarde.

Me apasionan sus sitios, sus gentes, sus artes, sus platos típicos, su ruido, su caos, su silencio, su orden establecido, sus mortadelos y sus filemones. A las señoritas ofelias les tengo un poco más de tirria, pero aún así reconozco que cumplen su labor. ¿Qué sería de nuestros campos sin sus bestezuelas?

Me priva el sentido del humor de este país y la capacidad patria para reírnos hasta de nuestra sombra sin que esta se acompleje ni nada. Y ese permanente punto de asombro en el que vivimos instalados como si a cada momento descubriéramos el secreto de la ‘eterna juventud’ de Isabel Presley.

Solo cuando veo que este país tiene entre sus huestes a gente tan profundamente anormal que, sin saber siquiera qué significa boutade, se lanza a llenar el éter de comentarios pretendidamente graciosos pero preñados de odio hacia las víctimas de una tragedia, sea un accidente de avión con 150 fallecidos o una plaga bíblica en forma de ébola, se me necrosa un poquito el corazón y, por un momento, solo espero que alguien, en algún lugar con menos producción de imbéciles por metro cuadrado, esté escuchando a Wagner y cambie Polonia por nos.

Luego, recuerdo a Pedro Reyes y se me pasa.


(Publicado en Gente en Cantabria el  10 de abril de 2015).